La relojería
Venía regularmente a la relojería quejándose de que su reloj se atrasaba. Los empleados ya lo conocían de mucho tiempo atrás y sabían que en realidad eran excusas. El hombre no tenía con quien hablar y aquel era el único lugar donde se sentía verdaderamente feliz. A veces se sentían un poco mal porque él insistía en pagar las reparaciones de su dispositivo a pesar de que realmente no había nada que arreglar.
El señor también había trabajado allí muchos antes de que los actuales trabajadores llegaran al mundo. De vez en cuando los sorprendía con alguna anécdota o con una lección sobre técnica, aunque lo habitual era que se quedara callado mientras observaba y escuchaba los diversos relojes. Seguía conservando la misma fascinación por ellos que cuando era joven. Era consciente de que las nuevas tecnologías habían acabado con la mayoría de aquellos negocios. Sin embargo, tenía la esperanza de que por lo menos aquel local pudiera seguir abierto algunos años más.
Los clientes también estaban encantados con su presencia. Incluso a veces tenían más en cuenta sus consejos sobre relojes que los de los propios relojeros. De algún modo le ponía una nota diferente a la tienda.
La última tarde que estuvo allí se encontraba más hablador que de costumbre, lo cual sorprendió un poco a los empleados. Lo que estos no se imaginaban era que ya no lo volverían a ver más. Al día siguiente les llegó la noticia de que su querido amigo había abandonado el mundo. Alguien sugirió mantener cerrada la tienda en señal de luto, pero luego se acordaron de que su deseo siempre había sido que permaneciera abierta pasara lo que pasara.
Los días, semanas, meses y años posteriores a su partida no volvieron a ser lo mismo sin él. Se notaba un vacío muy grande. De algún modo, todos esperaban el momento en el que se escuchara como llegaba un andar a pasos lentos y una voz quejándose porque su reloj se atrasaba.
