Callada

Callada. Imagen de Thomas Mühl en Pixabay
Imagen de Thomas Mühl en Pixabay

Callada

Cuando le preguntaron su opinión sobre la situación de la región, se quedó callada. Prefería hablar de cualquier otro tema. Años atrás, ella misma se involucró mucho en aquellos debates, pero había llegado a un punto en el que se sentía muy cansada de eso. Las mismas palabras que había dicho en su juventud eran repetidas por las nuevas generaciones hasta la saciedad. Y lo que más le entristecía era observar que el resultado también era el mismo. Después de interminables discusiones, los distintos grupos de personas no conseguían llegar a un acuerdo, aunque ese tampoco era su objetivo real.

La mujer se había dado cuenta de que consciente o inconscientemente, lo que los individuos querían era imponer sus ideas sobre los otros y que estos últimos las aceptaran. Le parecía paradójico que aquellos sujetos repitieran una y otra vez palabras como democracia y libertad de expresión. Sabía que todos ellos tenían dentro de sí un pequeño dictador que solo se calmaría cuando los demás les dieran la razón. Su mayor satisfacción solo podría ser alcanzada cuando lo controlaran todo. Podía notar que todo esto ocurría constantemente porque ella misma había sentido esos deseos con anterioridad.

Para ella no tenían ningún sentido las elecciones. Le prometían a la gente que la mayoría tendría el poder de decidir, pero lo único que podían decidir era el signo del partido político. Después del proceso electoral, un pequeño grupo de personas era el que tomaba las decisiones importantes. Veía en eso otra paradoja. Siempre se usaba la excusa de que sería imposible que un país entero decidiera diariamente sobre sus leyes y su destino.

La dama consideraba que era mejor que no existiera ningún gobierno o que el dinero no lo manejaran ellos a través de impuestos. Pensaba que la solidaridad no se podía forzar porque entonces no era solidaridad. Había llegado a la conclusión de que los integrantes de un pueblo tenían que llegar a un acuerdo y poner cada uno un poco de lo que tenían para necesidades comunes como mantenimiento de carreteras o creación de hospitales. El dinero se transferiría de forma directa a la cuenta bancaria de empresas privadas para que realizaran el trabajo. Ella estaba segura que al no haber intermediarios, tampoco existiría la corrupción.

Sabía que era muy difícil hacer entender a la gente que no ocurriría nada si no había gobierno, por lo que se conformaba con tener uno, pero prefería que siempre fuera el mismo para no tener que ver como se repetía el espectáculo cada cuatro años.

Tenía constancia de que aquella forma de pensar solo le traería problemas. Por eso estimaba que era mejor eludir aquellas preguntas y no hacer público lo que pensaba. Así evitaba tensiones, malas caras y amenazas. A su edad, ya no se sentía con ganas de recibir una reprimenda social.

Estaba concentrada en aquellos pensamientos hasta que sintió que alguien le tocó suavemente el brazo. Era su primo, el cual le preguntó si no iba a comer más. Ella respondió afirmativamente. Hacía rato que en la mesa habían cambiado de conversación. Para su alivio, estaban hablando de cosas menos polémicas. Pensó que había sido un acierto mantenerse callada.

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